Animales de Strindberg



Händel retumba entre las montañas como un trueno de Dios. Abro el archivo musical desde el perfil de Carola Hölscher, mi querida amiga alemana, boliviana, universal, con quien comparto tantas visiones sobre la vida. Desayuno café colombiano, marraquetas tostadas con mermelada de cerezas. Lorena redacta sus notas, saborea su té frío, media galleta. La acompaño al trabajo. El frescor la entume. Llovió de madrugada, lluvia decembrina, leve y vertical, que auxilió a las frambuesas sedientas y a los claveles blancos que necesitaban un aliento extraordinario para florecer. Las rosas tienen la actitud de los campesinos de Millet, exceso de rocío en sus pétalos de pálidos fucsias.

Mi primera lectura: Apocalipsis, aquí y ahora. Artículo de Miguel Sánchez-Ostiz. Peplejidad de un intelectual ante los ataques del 20 de diciembre, la violencia descontrolada, el asesinato del embajador ruso, los atentados en Berlín, la carnicería de Alepo, las posibles lecturas. Estamos en un período en que la historia sólo podrá ser elucubrada, porque el control de la información fina es cosa de perros grandes, de organismos de inteligencia y dueños de transnacionales. Esto deja un amplio margen a la literatura. La historia como novela, como recuento final de la autodestrucción humana.

En el valle de San Fabián de Alico esto parece lejano, los cataplumes islámicos mostrados en CNN, la arrogancia imperialista expuesta en Telesur,  las futilidades evasivas de nuestras propias televisoras controladas por cuatro pelagatos, porque aquí, bajo el Malalcura, el aire tiene aroma a flor de castaño, porque en cada amanecer nos restregamos los ojos para comprobar que la belleza sigue en su sitio, que el sol bosteza entre nubes, despreocupado y solemne, que los conejos mastican hierbajos en sus túneles de zarzamora y los perros dormitan patas arriba. Eso es lo que vemos sin vernos a nosotros mismos, los humanos, pueblerinos aquejados de condición humana, clasistas,  hoscos, malhablados, animales de Strindberg, bolsa de gatos sin manuales legibles de fraternidad.

Cadena perpetua



Conduzco oscureciendo entre curvas cerradas, ascensos y depresiones pronunciadas, robles rumoreando viento oeste. Vengo de Paso Ancho. 9 de la noche. Un pato blanco, un hermoso pato, me queda mirando al medio del camino. No sé qué hace un pato al medio del camino a las nueve de la noche. No puedo eludirlo.

La culpa cristiana, la culpa budista, la culpa esencial, me carcomen hasta llegar a destino. Hasta hoy, varias jornadas más tarde.

Me declaro culpable y me castigo a cadena perpetua. Se suma a mis otras cadenas perpetuas. Mi infierno ateo levitando sobre una nube gris, con libros breves y un Papa Noel borracho ofreciéndome Coca Cola con vino.

Un pato es un pato. Son solemnidades que pocos entienden, como darle comida a los perros vagos o hinojo a los conejos cautivos. El mundo es tan amplio que todos cabemos en él, y todos merecemos una caricia, un saludo con sombrero de pluma, un momento de compañía bajo una noche de estrellas borrosas.

Imagen: Maurits Cornelis Escher

Perros literarios


Diciembre caluroso, con intermitencias de nubes grises y leves brisas del noroeste. Florecen castaños y zarzamoras en el valle. El aroma vespertino es tan intenso que nos hace cerrar los ojos y levitar sobre recuerdos lascivos.

Salgo al potrero a jugar a la pelota con Tatón. El Malalcura tiene señas solares en su cumbre rocosa. Riachuelos de nieve derretida que brillan como rastros de caracol. Arriba y abajo nubes esporádicas, penumbra violácea, toronjiles cuyanos expandiéndose como un Amazonas liliputiense, zancudos intransigentes arribando al laburo nocturno. 

Tatón es comilón y no me deja dominar el balón. Me lo quita y arranca a esconderse detrás de una rosa mosqueta. Se la quito y me la quita. Es la dinámica del juego, nuestras reglas inventadas, la alegría de estar juntos. Temprano empecé Flush de Virginia Woolf. Las historias de perros me apasionan. Y más aun la forma literaria. Ya me hice amigo de los cervantinos Cipión y Berganza, del Charlie de Steinbeck y del peludo Karenin de Kundera. Pronto iré por Tulip, la ovejera de Ackerley, y Mister Bones de Auster. Espero encontrar quiltros proletarios en las obras de Manuel Rojas y Nicomedes Guzmán. Perros oligarcas en Jorge Edwards, perros literarios en José Donoso, perros adictos en Borroughs, perros callejeros en Bukowski, perros alcohólicos en Lowry. En mis propias letras abigarradas de olores seguirán caminando los que me acompañaron desde mi infancia, los que se acercaron a saludar, los que movieron la cola sin esperar nada a cambio. La lealtad fue una añadidura recíproca, un código de honor plasmado en la mirada. 

Gris rompeolas de una rebeldía obcecada


Desde las letras acomodamos los dados de la confusa historia, en caliente, pisando huevos vanidosos, soplando la rancia niebla de los medios, escabullendo el ladrido y la mordida de los que te quieren acallar, o reconducirte hacia el adorno rastrero de su posición privilegiada, agua bendita para ratas prontuariadas.

Seguimos adelante, confiando en nuestros pergaminos conseguidos en la universidad de la vida, en la sumatoria de cultura universal digerida tan arbitraria y gustosamente en las bibliotecas públicas y en los bares de mala muerte que sobrepueblan nuestra memoria.

Falleció el viejo Castro, ya no el joven de Sierra Maestra. Mi abuela, admiradora incondicional, habría estado muy triste, pero ella murió pocos meses antes. Tenían la misma edad. Castro fue la esperanza no solo de ella, sino de millones de chilenos en tiempos difíciles, de persecución, de hambruna. También admiré el socialismo castrista. Era la antítesis a nuestra dictadura opresiva de extrema derecha. El castrismo era una guía de bolsillo sobre cómo mantener a raya a un imperio. Me hubiese gustado vivir allí. No tengo ambiciones materiales, solo libros, un café para Joyce, un mate amargo y muchos amigos parlanchines y cultos recitando a Yevtuchenko junto al malecón. Sé producir mi alimento. Puedo ayudar a otros a hacer lo mismo.El resto me importa un carajo. La isla se aviene con mi carácter, el gris rompeolas de una rebeldía obcecada, la linterna verdeolivo alimentada por la codicia humana. Si no hubiese leído a Reinaldo Arenas, a Heberto Padilla, a Cabrera Infante, a Manuel Gayol, me quedaría callado, en actitud solemne, porque atacar el castrismo es cosa bien vista en la fastuosa derecha mundial. Y yo soy un antiderechista recalcitrante. Y lo lamento por los que fueron perseguidos, los que abandonaron la isla ejerciendo su legítimo derecho a buscar su propio horizonte. Pero la isla tiene educación y salud que nosotros nunca tendremos bajo estos yugos de corrupción liberal. Dignidad sin lujos de la que nunca disfrutaremos entre tanta injusticia, inoperancia y miseria. 

Volver al ring

A veces me pierdo de este blog. Imprevistos, bifurcaciones, volver tanto la mirada. Y olvido lo que había empezado. Nabokov lleva en stand by varios meses. Lo sigo leyendo en sueños. Y ni hablar de Joyce que acumula polvo sobre mi velador izquierdo. Les dedico el mejor tiempo posible, pero ese tiempo nunca llega. Mientras tanto he intentado resolver asuntos, ovillos de problemas, y en realidad no he resuelto ninguno. Es noche calurosa de diciembre. Huele a pan de pascua. A dulce de frutilla. Me han obsequiado un mate paraguayo de palosanto. Lo cebo y aspiro escuchando a Monteverdi. Y es porque no me recuerda a nadie. Mis antepasados de ese lado deben llevar mucho tiempo dormidos. Los acordeones franceses sí están a tres pasos. Me ponen en actitud de batalla. Debo ser un soldado napoleónico desertor, un espíritu con sentimiento de culpa, sediento de ron, deportado de arriba y abajo. O un heroico cadáver bien conservado. Una ilusión macbethiana, un pobre actor, una sombra que camina. He recuperado mi ordenador. Andaba con embotellamiento de palabras. Me siento incómodo usando ordenadores ajenos. No tienen mi caos, mi arbitrio, mis autores en primera línea, y si escribo en ellos no puedo salir de cierta circunspección. Y ser narrativamente diplomático es perder el tiempo. 

Capitán Fantástico


Tu ira encaja tan bien en medio de ese bosque. Setas para tu hambre, disciplina de sobrevivencia, cuchillos largos, dormir bajo la lluvia, Glen Gould, una guitarra, un pandero, una copa de vino y la alegría de no obedecer a ningún amo. Te bastan los libros, Hamsun a la luz de una vela, ese diálogo de mentes generosas, la lucidez de los que perciben un sol envejecido, el planeta vistiéndose de ataúd. 
Eres escritor de trinchera. No halagas. No seduces. No ganas. Solo combates, y de paso te burlas mostrando el trasero. Es tu locura y no puedes arrastrar a otros. Estás en lo correcto. Noam Chomsky lo está. A menudo Zizek. Pero estás condenado a perder, porque lo políticamente correcto te descerraja el alma, esa mordaza a favor de los que viven y mueren en su error. No tienes mayores contradicciones, solo respeto por los borregos, compasión por los que no entienden. Te arrodillas para esperarlos.  Y ese respeto y esa compasión y esa espera te cuestan tan caro, porque tu vida también se desvanece. Y en tu religión no hay paraíso, ni justicia, ni redención, solo estas manos, solo este ahora, solo este soplido de fiera atrapada.
Pero iba a escribir sobre Capitán Fantástico. Película reciente protagonizada por Viggo Mortensen. Un tragicómico caramelo de la industria para los antisistemas del mundo. El sueño de Thoreau. Las ideas de Chomsky articulando los días. Una familia viviendo su propia revolución en la selva. Pero con libros, con pequeños autoeducándose, cazando, recolectando, preparando sus cuerpos para el enfrentamiento, para la sobrevivencia en condiciones extremas. Reuniones en torno a una fogata. Diálogo informado, respeto entre pares. Sentido de tribu. Guitarreo en la penumbra. Vitalismo en los huesos. La rebeldía llevada al extremo. Y sus consecuencias. Buenas actuaciones. Fotografía soberbia. Música estremecedora. Antítesis creíbles, inevitables, tal como la opción final. Porque dentro y fuera del sistema estamos carcomidos de soledad.

Imagen: Fotograma de Captain Fantastic.
La película puede verse a través del siguiente link:
http://miradetodo.net/capitan-fantastico-2016-1080p-full-hd/

Arbitrariedades de la memoria


Mi libro Tordos en la niebla se trata de eso. Arbitrariedades de la memoria, destellos de alegrías pasadas, dolores que nunca cicatrizaron, humillaciones cinceladas con hierro caliente, emociones en permanente fuga que solo pueden ser retenidas con un atrapa mariposas de palabras. La memoria es tan chúcara, tan engañosa, tan escurridiza, que debes picanearla continuamente como a un buey adormilado. El peligro es que te transformes en un juez vengativo, en un pintor impresionista, en idealizador de cosas que quizá nunca ocurrieron de la forma que te empeñas en mostrar. No resulta fácil hilvanar recuerdos cuando los personajes siguen viviendo tan cerca, cuando los villanos de mi infancia no reconocieron ninguna culpa o cuando los más entrañables retratados ya han partido hasta el paraíso diseñado por su esperanza.

San Fabián está soleado. Los sauces oscilan entre soplidos de puelches y nortes lluviosos. Los pidenes pasan muy apurados desde el zarzal a la acequia y el yerbatero Cholito sigue vendiendo paramela a los turistas. Es el lento transcurrir del valle de Alico, pasadizo ancestral de contrabandistas, lenguaraces y desafortunados.


Tordos en la niebla (fragmento)

Pasamos días difíciles.  En el campo, la miseria no se nota en tu apariencia sino en la de tus animales. Los perros, gatos, gallinas y cerdos se vuelven lentamente famélicos y tristes. Pero nunca puede ser tanta la  miseria como para que a un visitante no se le pueda ofrecer un refrescante jarrón de harina tostada.
Nuestra casa era una especie de posada gratuita donde llegaban a comer, conversar y pernoctar los clientes montañeses de papá, los vendedores de chivos, los retratadores, los conchenchos, parientes lejanos, pobres y ricos, socios medieros, cochayuyeros, charlatanes, místicos, mendigos, gañanes y vagabundos. Siempre había suficiente comida y un lugar para que cada uno estirara sus cansados huesos. Nunca se distinguió entre uno y otro, ni siquiera alcanzó a ser un tema de preocupación: todos eran iguales y todos merecían el mismo trato amable.

Los caballos de los visitantes eran soltados al potrero y los perros alimentados. A los burros se les descargaban los cochayuyos y sacos de charqui. Los chivos recibían agua limpia y buen pasto. Los comensales se reunían junto a un fogón a conversar y seguir comiendo hasta altas horas de la noche. Como papá no bebía ni fumaba nunca hubo alcohol ni tabaco sino grandes tazones de café, trozos de charqui, tortillas con chicharrones, muchos mates, sartenes con harina tostada encebollada y platones de sopa picante. 

Amexicanados y cumbiancheros / Crónicas de San Fabián


Mi padre siempre recordaba la venida de la famosa cantante de rancheras, Guadalupe del Carmen, allá por los primeros 70. Fue un suceso para el pueblo y se desarrolló en el antiguo salón parroquial que estaba detrás de la actual iglesia y donde hoy solo queda el ascenso carcomido de una vieja escalera de cemento. Su voz y su desplante sobre el escenario le impactaron tanto que cada tarde buscaba en las emisoras radiales la voz de Guadalupe.

Mi memoria alberga multitud de ramadas levantadas en calle El Roble. Tengo recuerdos medianamente nítidos desde el 75. A veces confluían con un circo pobre o con los gitanos que generaban gran desconcierto entre los sanfabianinos. El patriotismo se circunscribía a un septiembre colorido, Quincheros en las radios, vendedores de globos, helados de nieve, volantines en el estadio. Mucha gente en las calles. Frescor en el aire. No pocas veces fueron jornadas lluviosas donde la fiesta continuaba bajo la tempestad, con escasas parejas bailando (antes era mal visto que las mujeres de familia fueran a bailar con los curaos) y campesinos borrachos como cuba mirando atontadamente felices el espectáculo. Para muchos de esos campesinos solitarios era la única diversión en todo el año. Juntaban plata para tomar, para invitar y para apostar en las carreras. Sombrero y traje nuevo el que podía, zapatos lustrados que duraban el minuto porque antes todo era polvo o barro. A un costado de la calle, amarrados a un sólido barón, decenas de caballos sudados y pacientes, flacos y gordos, alazanes y rosillos, apaches y bayos. Monturas viejas, estribos gastados. Eran los encargados de llevarse al dueño curao para su querencia.

Sobre el escenario de la ramada, una orquesta tarrera cuyo cantante repetía en versión cumbiera los éxitos de la temporada. Tuto Canales era artista recurrente. Habitualmente había muchas ramadas y no más de dos contaban con orquesta. El resto se las arreglaba con equipo de música y debía albergar a los curaos más fieles y solitarios, pero jamás al gran público.

En uno de esos 18 lluviosos conocí a Danitza. Una morena que me pasaba en estatura. Nos besamos en calle Purísima, dentro de una garita, antes de volver a bailar en una ramada que se llovía más por dentro que por fuera. Después de esa noche no la volví a ver.

Pasaron los años y las décadas. Yo seguía pendiente de mi pueblo mientras estudiaba y trabajaba en Santiago y luego mientras hice clases de historia en San Antonio o desde mi exilio voluntario en Argentina. Intenté venir en varios 18 de septiembre y 8 de diciembre. La felicidad de regresar a la tierra de infancia tiene mucho de contradictorio. Porque el recuerdo que atesoramos es estático, vinculado a una edad, a un período de nuestra vida y de la historia del pueblo. Pero como todo suele ir cambiando, incluso nosotros mismos, lo que vemos y sentimos siempre tiene un leve tinte de tristeza, de añoranza de algo perdido. Con los años mi San Fabián se volvió más urbano, más aspiracionista, menos amable. La nueva muchachada fue criada en la ley del mínimo esfuerzo y el mucho reclamo, egoísmo a flor de piel, nada de formas, nada de saludar al que se te cruza ni mover un dedo por tu prójimo, muy distinto a como era el generoso sanfabianino antiguo.

Sin embargo, las ramadas seguían manteniendo su estilo. Lo bueno es que cada vez asistía más gente y había menos peleas. Y lamentablemente menos huasos. La desaparición del inquilinaje había cambiado el paisaje. La mayoría empezó a vestir ropa urbana. Jeans, zapatillas y jockey. Las mujeres de todas las edades empezaron a asistir, a mirar, a bailar. Ya nadie podía prejuiciarlas. Incluso algunas bailaban entre ellas o solas, asumiendo orgullosas su autonomía, su derecho a pasarla bien, mientras los curaditos en las esquinas las observaban silenciosamente enamorados.

La cueca se bailaba muy poco. Su popularidad remontó recién a fines de los 90. Quizá porque requería aprendizaje y destreza. Lo usual era la cumbia chilena, una variante más lenta que la colombiana, que no impedía que los viejitos bailaran a gusto, moviéndose con escasa sincronía, bracitos levemente levantados, carita de mucha dignidad, sin hablar siquiera, pero bailando, ejerciendo su derecho al disfrute, y de vez en cuando tomándose una pilsen o una cañita al seco.

Las rancheras se llevaban en la sangre, sobre todo si los tragos ya habían empezado a hacer efecto. Cada uno la bailaba como le salía, abrazados como murciélagos, pisándose los callos, chocándose unos a otros, a veces no faltaba el que se picaba y lanzaba un aletazo para el lado.

Con los años ambos estilos se fueron fusionando dando origen a las cumbias rancheras, que resultaban más festivas y convocaban nuevos públicos.

Hoy suele llenarse la plaza de San Fabián cada vez que toca un grupo de cumbias rancheras. Los artistas se producen más que antes, preparan coreografías, diversifican instrumentos, tienen canciones propias, nombres llamativos y se visten bien. Las ramadas se han dispersado. El Yugo 1 y 2, en calle Andes y junto a la medialuna. También en El Macal. De vez en cuando algún evento en el Viña del Mar o en la antigua discoteca Las Luciérnagas. Paso Ancho tiene su propia historia de diversión, su propia tradición. Y los de bien arriba, los cordilleranos, hacen sus movidas en El Caracol, bien empolvados y olorosos a chivo, que así es la tradición del arriero ancestral.

Poleo mojado

Centenarias tinajas retozando en mi patio.






 El amanecer huele a poleo mojado, a intenso toronjil. El rocío cordillerano tiene la prestancia de una lluvia. Los arbustos se inclinan recargados de gotitas. Los zorzales andan en patota degustando bayitas negras, despertando a los flojonazos del valle. Los perros se desperezan fuera de sus casitas aspirando el epílogo de una niebla en retirada. La imposición solar broncea las tinajas centenarias y los besitos rinden su tributo rosado a la belleza primaveral. La tenca ensaya sobre el manzano para su ópera de las diez.

El aromático poleo mojado por el rocío cordillerano.



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