La corte de Mo Yan

Dioses y demonios están sentados en el estrado. Debo presentar mis credenciales. Ser sincero. Irme arriba o abajo. O seguir en esta levedad indigna. Mo Yan preside la corte subrogante. Nací dios, señores jurados, pero voy camino de convertirme en rata. Sobrevivo a duras penas. Devuelvo duro cuando me siento atacado. Y en ocasiones paso de largo. No siempre siento ganas de pelear. Mi honor lo atrincheré con argumentos sofisticados. Parchecitos de Foucault, huinchas de embalaje de Zizek, chaleco antiofensas de Onfray, casco protector de Walter Benjamin, lentes oscuros de Nietzsche.
Intenté ser un buen tipo, pero casi nada me salió como lo preví. Las sinuosidades del camino superaban a las rectas. Los asaltantes de expectativas me cogotearon varias veces. 

Demasiado tarde para celebrar


Esta noche, Neil Young. Aun queda la tibieza de un día resplandeciente. Los árboles siguen exhibiendo sus esqueletos grises. La luna se opaca en su adormilamiento menguante. El tarro de café se ha vaciado, aunque le quedan terroncitos resecos en el fondo. El vino se añeja esperando motivos especiales para celebrar, como el florecimiento de los albaricoques o las señales de vida de los castaños que plantamos en mayo. Repasamos la vida temprana de Bukowski. Sus primeros cincuenta años de fracaso. Todo llegó tarde. Y ese fue el mérito, porque lo usual es que el reconocimiento no llegue nunca. Neeli Cherkovski, el biógrafo, rescata "La tragedia de las hojas", poema de esa época misteriosa:


me desperté en medio de la sequedad y los helechos
estaban muertos,
las plantas amarillas como maíz en sus tiestos;
mi mujer se había marchado
y las botellas vacías como cadáveres desangrados
me rodeaban con su inutilidad;
sin embargo seguía brillando el sol,
y la nota de mi casera estaba arrugada en una
amarillez agradable e inofensiva; ahora lo que era
necesario
era un buen comediante, al viejo estilo, un bufón
que bromee sobre el dolor absurdo; el dolor
es absurdo
porque existe, nada más;
me afeité cuidadosamente con una maquinilla vieja
el hombre que había sido joven una vez y
había dicho que era un genio; pero
ésa es la tragedia de las hojas,
de los helechos muertos, de las plantas muertas;
y me dirigí al oscuro vestíbulo
donde estaba la casera
terminante y cargada de maldiciones,
mandándome al infierno,
agitando sus brazos gruesos y sudorosos
y gritando
pidiendo a gritos el alquiler
porque el mundo nos había fallado
a los dos.


Shosha

Acabamos Shosha a las cuatro de la mañana. Fue un momento triste porque nos tuvimos que desprender de una vida paralela en Varsovia. No volveremos a la calle Kroshmalna, al menos en esta obra. Bashevis Singer nos susurró su desesperanza en cien teorías extravagantes. Shosha permaneció niña viendo envejecer la historia. Hitler a la vuelta de la esquina. Stalin en la bocacalle. El fatalismo asesinó los sueños, hizo innecesario crecer, alimentar ilusiones. Al menos la alegría nunca se fue del todo, como el débil parpadeo de un sol agonizante.

Los ancestros


Leo un libro de Enzensberger donde trata a los ateos de dogmáticos. Personalmente lo soy en un sentido expectante, volátil, ansioso de encontrar una nube que me conduzca a un lugar que no sea la nada. A veces pienso en los ancestros, es mi deseo profundo de que ellos estén de alguna forma presentes. Juego con esa idea. Sirvo un vaso extra de vino. Soy respetuoso con sus objetos. Contemplo lo que ellos consideraron útil o bello, sus pequeñas solemnidades, el eco de los truenos, el agua clara que desciende cordillera abajo, los atardeceres naranja, las estrellas viajeras, la templanza del chincol, los libros que no alcanzaron a ser leídos, la sabiduría encuadernada esperando los minutos de libertad que nunca llegaron. 


Invierno tardío

Granizadas intermitentes. Lluvia de  madrugada. La tetera hierve. Preparamos té negro mientras se tuesta la marraqueta. Chirria el queso derretido. El queque de naranja sabe a nostalgia noventera. El viento sur se cuela por las rendijas de la madera vieja. Trabajamos hasta que amanece. Corrección de novelas. Notas periodísticas. Arbitrariedades narrativas. Recreos con Bashevis Singer. Las montañas lucen su albornoz de nieve azulada. Antes de dormir bajamos al río Ñuble. Tatón enloquece de felicidad. Reescribimos la historia caminando sobre la hierba mojada. Las huellas de conejo distraen a Tatón. Disipamos las odiosidades políticas con un buen mate. Oímos el río. Su murmullo enfático nos ayuda a ordenar ideas, a abrir perspectivas. No hay almas a la vista. Grandes charcos reproducen un cielo nuboso. Manchones amarillos alfombran el lodo. El invierno tardío no tuvo compasión con los aromos en flor. 

Lo personal es una inmensidad


Sólo anoche terminé de leer El teatro de Sabbath. Fue como separarme de una segunda vida. Acompañé a Sabbath durante semanas. Contemplamos juntos sus ayeres en el paseo entablado de Jersey, visitamos al centenario tío Pez, escondimos las braguitas de Debbie en el bolsillo, subimos la cuesta del cementerio de Madamaska Falls y hablamos seriamente con los muertos. Cabalgamos con todo el equipaje de su memoria a cuestas y hasta me entrometí en su estropicio mental, en su ausencia de expectativas, en sus perversiones sexuales, en su devastadora soledad y en su último diálogo con Drenka (verdaderamente antológico). Fuimos amorales, desclasados e hijos de puta, y por cierto que todas las puertas estaban cerradas para ambos. Si no te amoldas no serás más que una rabiosa periferia andante. Sabbath no dejó más que malos recuerdos y unos dedos artríticos incapaces de representar una nueva función. Yo al menos persevero sumando letras, arrejuntadera de signos que no siempre expresan algo relevante.

Poco antes de concluir el libro anoté esta frase, quizás por lo precisa o abarcadora:

“No siempre estás libre de todo. Tu mente está en las manos de cuanto existe. Lo personal es una inmensidad, una constelación de detritus que empequeñece a la Vía Láctea.”



Vietnamicidio

El aire sabe a otoño. El paisaje es bruma, es Turner, cerros azulados, humaredas de barbechos. El sol dormita, las parras languidecen y las rosas de marzo ornamentan los jardines marchitos. El sindicato de nubes se estaciona en terreno de nadie, sin derramar lluvia, sin albergar relámpagos ni jilgueros ermitaños ni espíritus de aviones desaparecidos. 

Hace 35 años, en un marzo quizá más frío, cortábamos los álamos más viejos para convertirlos en leña para el invierno y tablas rústicas para nuestro piso. Eran los álamos de nuestros antepasados, tenían huecos que albergaron generaciones de búhos contemplativos, aguiluchos hambrientos y canasteros despistados. Tras el último hachazo caían como solemnes gigantes sobre la hierba reseca. No sentía mayor tristeza, entonces no albergaba recuerdos, mi pasado era un recuento de media hoja. Los álamos desplomados pasaban a ser mi parque de diversiones, mi trinchera selvática ante las hordas vietnamitas.

El miedo a narrar

Debatimos con Lorena sobre la escasez de narradores en Chile. En un país con 17 millones de personas pueden contarse con los dedos el número de narradores autónomos, de peso, con voz propia. Su contraparte son los poetas, que probablemente sean más de 16 millones, si excluimos a los recién nacidos. Es decir, casi todos los chilenos se sienten poetas (lo cual no está mal ni tendría por qué ser de otra forma. La poesía condensa muchas cosas: iluminación estética, sorprendimiento, amor, dolor, resentimiento, intuición, esencialidad del lenguaje, vómito existencial, impresiones primarias ante los truenos y relámpagos de la vida)

Pero Lorena, que siente predilección por la narración, suma ciertas características a la labor poética predominante:  cobardía ante la realidad, ocultamiento de la propia miseria mediante una hipocresía retórica de la belleza, photoshopeo de las incoherencias de la mente, forzada entonación poética, travestismo del lenguaje, algo así como la contorsión de una modelo que quiere verse más flaca de lo que es... 

O como dijo el Gran Eduardo Molaro en su programa Maldita Radio (a propósito de Baudelaire) "saber articular las palabras no te hace poeta ni narrador". Se requiere un fuego sagrado extra en el espíritu. Eso último no lo dijo Edu, pero sé que lo pensó, porque nuestras mentes payasas se parecen mucho.

Y eso que ni hemos tocado el tema de las apropiadoras del estrado poético chileno. Mayoritariamente damas algo mayores, muy cotorras, muy feministas, ferozmente intolerantes a la crítica, ególatras sin control, muy lacrimógenas y muy peleonas entre ellas. Dictan cátedra sagrada sin reconocer jamás que casi todo lo que se crea alrededor de ellas es mucho mejor que lo que producen ellas. Y ni hablar de los hombres, que de pendejos chismosos y mal hablados pasan en un santiamén a pandilleros (si tan solo vieran la bolsa de gatos que se arma cada vez que hay elecciones en la Sociedad de Escritores de Chile). 

Chile es un país pequeño, con mentalidad de crisis permanente, de hambruna y violencia golpeando sin descanso las ventanas neuronales, donde es difícil enemistarse con el que se siente más arriba que tú, porque luego moverá influencias y te joderá la economía y la imagen. Nuestro escudo patrio no oficial es un serrucho. A menos que seas tan bueno y tengas tanto carácter que todo eso te importe un cuesco. Si eliges ese camino, pues aguántatelas, porque te darán duro o te invisibilizarán, en la medida que puedan hacerlo.

No se crea que estos son juicios determinantes. Solo debatimos tirando ideas al ruedo mientras preparamos el almuerzo en la cociña a leña. Afuera germina la primavera, los aromos se envuelven de amarillo,  los albaricoques de blanco, y los aromas de las flores que entran por la ventana se mezclan con los tomillos, laureles y albahacas del almuerzo.

En defensa de Lorena, y para que no sea lapidada por juicios literarios tan temerarios, puedo decir que se conmueve ante las excepciones que han desechado ese aputosado mariposeo poético: Pizarnik, Carver, Pessoa, De Rokha, Hölderlin. Ambos concordamos en que cada narrador es a la vez un soldado poeta, que no se esconde, que no retrocede, sino que avanza con toda su caballería de terracota contra los ejércitos de la pedantería, la ignorancia y la envidia. 

Leemos antologías y ensayos sobre la literatura chilena. El vejestorio sagrado de la cátedra impone un criterio determinante: Chile es un país de poetas. La narrativa nunca alcanzó una estatura respetable, ni siquiera a nivel latinoamericano. Eso dicen los viejos baluartes y eso aprenden los nuevos pedagogos y la intelectualería pacata de mi país. Creo que a grandes rasgos tienen razón, la narrativa como el cine ha dado muy pocas muestras de superación en Chile. Donoso, Rojas y Droguett conforman un incuestionable pequeño Olimpo de escritores. Luego la labor desciende hasta simas de indignidad. El cine tropieza con la escasez de recursos narrativos de los guionistas, con la nula temeridad para retratar lo nuestro, copiando sin dignidad las fórmulas norteamericanas o europeas (sólo Raoul Ruiz y Cristián Sánchez rompieron esa mediocridad) 

A modo de conclusión, y para que el almuerzo no se enfríe, me arriesgaré a afirmar que los narradores chilenos no gatillan su fuego, no desnudan, no expanden su fuerza, porque un temor irracional parece mantenerlos a raya. Prefieren el aplauso fácil, de convención, de ventas mínimas y portada de pasquín. Conformistas al fin y al cabo. La narrativa es una artillería políticamente controlada en Chile. No ejerce su poder develador, su enrostre confrontacional, su honestidad para explorar mundos, su escrutinio implacable de la realidad. 

Imagen: Bernard Buffet

La continuidad de mi burlona tragedia

A veces pienso que escribo un sólo gran libro, o más bien me escribo, como la continuidad de mi burlona tragedia, y lo publicado y por publicar no son más que capítulos indexables.





Imagen: Juan Martínez Bengoechea

La no novela del tiempo

Asumo que ya no escribiré la novela del tiempo que tenía presupuestada. Especie de radiografía burlona de esta época de mil putas. Edad y talento no están sincronizados. Llego tarde. Avanzo poco. Bebo en exceso. Me distraigo. El rigor mortis de mis letras debiera dejar en claro que he escrito puras huevaditas. Mosaico inarmable. Cubismo literario. Big Bang a pequeña escala de cabezas de pescado. Los álamos amarillos fueron mi fuerte, la niebla de San Antonio, la tristeza solapada. Ánimos e imágenes, piezas de relojería y ballestazos que nunca encontrarán su estructura, su sitio, su sentido.


Imagen: “Bailarines estáticos”, xilografía de Oscar Esteban Luna.
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