Los primeros días de agosto han sido una primavera adelantada en San Fabián de Alico. Zorzales alegres, tencas barítonas, amarillos intensos de aromos perfumando el valle. Las noches menos frías se van en correcciones, bocetos de nuevas obras y lecturas dispersas. He retomado los cuentos de Manuel Rojas. Genuino escritor de frontera, de rifle abollado, de sandalias rotas. Nuestro Bret Harte sureño. Para aprovechar el silencio de la madrugada nos aprovisionamos de mate y galletas de avena. La yerba la saborizamos con lavanda, poleo, toronjil y las últimas hojas del cedrón que ya cierra su temporada y no volverá a brotar hasta noviembre. El cambio de estación se percibe en la exaltación enamoradiza de la muchachada y también en los animales, en el relajado bostezo gatuno, en los perros que corretean por el pasillo mordisqueándose las orejas.
Toñito
La máquina de Allende
Hace tres días mi amigo Salvador Allende (homónimo al presidente) pasó a dejarme en custodia vitalicia su vieja máquina de escribir. Yo no estaba en casa pero entendí la importancia de su gesto. Cuando compró esa máquina, en 1992, me invitó a cenar a su morada en La Florida. Vivía con una profesora peruana que tanteaba un posible destino en Chile. Llevaban pocos meses y parecían entenderse, al menos sexualmente. Allende trabajaba como vendedor de seguros y su sueño era convertirse en un escritor-filósofo, respetado, trascendente. Desde su época de estudiante había escrito poemas y ensayos, creado un lenguaje, nuevos signos, leyes, religiones, idearios políticos. Autodidacta hasta la médula, lector desordenado, pretendía repensar el mundo a su santa y puta manera. Hasta había incursionado en una novela ambientada en San Fabián cuyos primeros capítulos me confió en esa ocasión. Me respetaba y quería saber mi opinión, aspirar mi cultura literaria. Arrendaba una casa de dos pisos. Tenía pocos muebles (no los necesitaba y esto tenía que ver con el espacio, con la amplitud para caminar a cualquier hora y observar el bullir de personas, las vidas ajenas, la cordillera misma) En el segundo piso había instalado su escritorio. Allí estaba su flamante máquina de escribir eléctrica. Era un paso significativo. Yo ni siquiera tenía una convencional y escribía a mano en cuadernillos que iba perdiendo. Me ofreció aquel piso, su casa, su apoyo, en un gesto que aún agradezco. La vida nos volvió a separar por más de 23 años. Sé que en el intertanto se casó, tuvo una hija, se separó, vivió con una colombiana, enseñó ajedrez, engordó, se encaneció su cabello y trabajó en mil cosas hasta dedicarse a comerciante de ferias libres. Gitano errante y solitario, filósofo por defecto, enorme de cuerpo y generosidad. Hace tres días, anocheciendo, pasó a dejarme su máquina de escribir. Volvía a Santiago en su pequeño Daewoo azul.
Premura por llegar a tiempo
A veces suceden estas cosas. Como que el tiempo no va a alcanzar y todo debe hacerse con premura, con los dientes apretados, el corazón acelerado, las manos tiritando. Se bebe el café caliente como si fuera una cerveza fría, se revisa pornografía virtual como una sesión de kinetoscopio y los recuerdos se hacen zancadillas por tomar la delantera.
Puede ser el exceso de café, el mate amargo a toda hora, las hierbas que aromatizan el mate, los vinos en las tardes, la falta de sueño, el déficit de sexo, los pensamientos pecaminosos, la premura por avanzar en mis novelas, la añoranza excesiva de tantas personas, de tantos tiempos, el verano raído, la desesperanza…
Tomaré nuevamente una sobredosis de Philip Glass a ver si se aminora mi ansiedad. Las adicciones suman. Quisiera que siempre fuera otoño, que siempre hubieran manzanas maduras en el jardín, no seguir sumando días, no acercarme a la nada tan rápidamente.
Quizás debiera salir a correr a lo Forrest Gump, desde estas montañas hasta el Pacífico, ida y vuelta, una y otra vez, hasta que esta mierda de ansiedad se me quite de una vez por todas. Murakami lo propone como una terapia de sobrevivencia creativa en De qué hablo cuando hablo de correr. En La soledad del corredor de fondo, Alan Sillitoe plantea la carrera como una lucha de poder entre un airado granuja y el director de un reformatorio. La única forma que el joven tiene de voltear los acontecimientos, de conseguir un miserable triunfo en su vida, es dejándose perder, y así arruinarle el prestigio al director. Los valores no están por ningún lado y la honradez no es más que un cuento chino. Siempre estás solo, absolutamente solo, y hasta es probable que los que a veces te abrazan lo hagan para ahuyentar su propia soledad, y viceversa, como si fuésemos muñecos diseñados para utilitarismos amorosos. A medida que avanza la carrera, el corredor de Sillitoe va tomando medidas para dejarse perder, y hasta llega a comprender algunas cosas: "...dobló metiéndose por una lengua de árboles y matojos donde ya no le pude ver, ni pude ver a nadie, y entonces conocí la soledad que siente el corredor de fondo corriendo campo a través y me di cuenta que por lo que a mí se refiere esta sensación era lo único honrado y verdadero que hay en el mundo, y comprendí que nunca cambiaría..."
El resumen perfecto de Chile
Se acaba la leña en algunas casas. Se agotan las provisiones de los que no encontraron empleo invernal. El intenso frío se desliza desde los pies al estómago, desde las orejas al corazón. Agosto es esperanza agrietada, sol traicionero, nubes que sugieren peluches grandilocuentes. Hay funcionarios inútiles que ganan millones. Oportunistas que exudan vanidad infesta. Y tantos que no ganan nada. Que no consiguen nada. Que viven de ilusiones, de asistencialismo limosnero, de cerradas de puerta en las narices. San Fabián es el resumen perfecto de un Chile que se hunde en el estercolero de la injusticia.
Dibujo: Franz Kafka
Murmullo budista
La huella del jabalí / Notas sanfabianinas
El rumor de los árboles mecidos por el viento es un primo hermano del silencio. Delicia anexa del vivir que predominó en este valle durante siglos y milenios. Hoy cuesta reparar en el revoloteo de sus notas. Sobre todo porque la estridencia del progreso arribó al valle de San Fabián para quedarse. Botoneras, motosierras, grandes camiones y cortadoras de pasto pulverizan el valor agregado de esta tierra. Sólo queda usar audífonos para reencontrarse con La Flauta Mágica o alejarnos sobre huellas desgastadas de jabalíes libertos que terminan a los pies de cualquier avellano.
Fotografía: Lorena Romina Ledesma.
Compasivo Nuremberg
Donoso confió sus papeles íntimos a la Universidad de Iowa. Su mundo paralelo, su sincericidio transcrito minuciosamente durante décadas. Cartas, diarios, bocetos de novelas. Usando esos documentos, multitud de conversaciones, entrevistas y la propia memoria, su hija Pilar escribió su versión biográfica titulada Correr el tupido velo. Confluye en ese libro el hombre y el escritor, el hogar y la época, la desnudez y la máscara, la circunspección y la paranoia. En este caso fue José Donoso quien pidió ser biografiado tras su muerte. Al fin y al cabo ya no tenía a quien dar explicaciones.
Joyce no corrió mejor suerte con sus Cartas a Nora Barnacle. Festín para fisgones literarios. Aunque creo que a él bien poco le habría importado.
Faulkner, Donoso y Joyce prescindieron de la contienda política explícita, de las escaramuzas socialistas condenadas al fracaso, del tiempo disuelto en agua maldita. Intentaron no sumar problemas al morral cotidiano para concentrarse exclusivamente en la literatura. Y en el alcohol. Letras puras. Mundos alternos. Novelas estucándose desde dentro, abriendo pasadizos sorpresivos, ventanas al cielo y al infierno. La mente asumida en su divinidad creadora. Pasos en falso, puentes levadizos, oscuridad laberíntica sumando caracteres al libro en blanco de Vintila Horia. Ese era su escudo visible, su fortín, su contribución al escrutinio de la condición humana, al pálpito del siglo.
José Donoso arremete con una buena frase: "Para conocer la verdad no hay camino más seguro que una mentira llamada novela". Joyce da la estocada certera: "No escribo sobre algo. Escribo algo".
Y aquí me tienen. Mi ficción es una alfombra persa. Sobrevuela sin bombardear. Aterriza forzosamente en islas desoladas. No soporta un pelícano gordo. Mis cartas siguen en manos hostiles, alimentando estufas proletarias y polillas ignorantes. Mis monstruos tienen bozal, ojeras para el espanto, patas traseras amarradas al cedro. Mis diarios en stand by. Esperando el respeto, el silencio, el despoblamiento del planeta, un Nuremberg compasivo con los miles de Atilas que se acuchillan en mi mente. Quienes husmean mis discos duros se sienten zaheridos, como únicos interlocutores y destinatarios de mi maldad. Y la verdad es que tengo cuentas pendientes con mi época, con mis actos, con mi destino, con las ofensas gratuitas a quienes quise, con las ratas que quisieron tocarme la oreja, con el tiempo que me hace zancadillas, que se burla ostentando sus relojes desbocados...
El reloj... el reloj...
Hoy vi campos de arroz en Lilahue. Un pequeño Vietnam sumergido en el centro agrícola de Ñuble. Tordos curiosos observaban desde una alambrada las terrazas inundadas que reproducían un cielo nuboso. Más allá trigales inmaduros levemente mecidos por la brisa. Temporeros legionarios cosechando frutillas, casonas coloniales terremoteadas, abundantes chivos podando la hierba de noviembre. Escribí en mi celular algunas notas para luego acordarme. Susurré ideas sueltas en mi grabador. Pensé en Vygotski. ¿Dónde irá a parar toda esta belleza? No hay más descendientes en mi camino. ¿Dónde irán a parar las historias que he leído? ¿los personajes? Esos amaneceres de Steinbeck que interpreté con tanto color. El mundo parece tan infinito como las posibilidades creativas de mi mente, pero falta tiempo, se nubla la memoria, aclara y oscurece, alba y noche, los días como epítomes de un sueño desconcentrado, y el reloj, el reloj... No alcanzará el tiempo para traspasar todo.
La inmortalidad
Solía escribir para sanarme, pero la verdad es que no me sané y estoy peor que al principio. La fama la descarté por insulsa. Consiste en adular a tu prójimo más allá de su propia miseria y él te vitoreará en consecuencia. La vanidad mueve montañas. Y la envidia. Desesperanza y vitalismo refriegan su Waterloo cotidiano en mi mente y toman de rehén a mis emociones. Habitualmente es pérdida, masacre, victorias pírricas de generales sin rostro, sin charreteras, sin honor. No es fácil convivir conmigo porque tiendo a irme a la periferia de todo. Mis lecturas no avanzan. Mis escritos son meros morses que no retomo. Mis novelas son la vanguardia inventada de mi indisciplina. Salgo al río a fotografiar la agonía del verano. Amarillos y celestes envuelven el valle. Humaredas de pastizales, cerezos de hojas marchitas, álamos en desnudez. Un sol desganado acaricia los hombros, abofetea el rostro, alarga sombras a estribor de las piedras. Decenas de mozalbetes se lanzan desde rocas incrustadas en la pared y cruzan las aguas como atiburonados Weissmüller. Son los inmortales de turno.
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