Alargando la sombra del ciprés

Expira febrero pero el verano se resiste a dar tregua. El sol se desploma sobre el valle como un borracho atarantado. Los muchachos aprovechan de lanzarse piqueros al Ñuble gritando gerónimos retumbantes. Pronto comenzarán las clases, las levantadas de amanecida, las corbatas mal anudadas. Desde las casas sale aroma a mermelada de mora, a pastel de choclo, a porotos granados. Los duraznos maduros caen sobre la hierba derramando su ofrenda nectarina. Las gallinas sedientas incursionan en los huertos para comerse los tomates. Pasan señoras con quitasoles proclamando las bondades del reino de los cielos. La brisa trae semillas desmembradas, cartitas sin remitente, rumores de erupción volcánica.

El mate con lavanda sabe bien. Un trueno carcajea detrás del Malalcura. El gallo cresta de rosa canta su diana de cinco de la tarde. Vuelvo a Delibes, que es como volver a Umbral o a Cela, los soberbios españoles que hoy son casi viejos, casi olvidados, y cuyos lectores parecen en serio peligro de extinción.

"Encontré mi habitación fría, destartalada, envuelta en un ambiente de tristeza que lo impregnaba todo, cama, armario, mesa y hasta mi propio ser. Temblaba al desnudarme, aunque el frío no había comenzado aún a desenvainar sus cuchillos. Me daba la sensación de que todo, todo, hasta las paredes y el techo de la habitación, estaba húmedo de melancolía. Por otro lado, nadie se preocupó de llevar a aquel cuarto la caricia de un detalle. Todo raspaba, arañaba, como raspan y arañan las cosas prácticas. No existía una cortina, o una estera, o una colcha, o una lámpara con una cretona pretenciosa. Allí todo era rígido como la vida y útil como la materialidad del dinero lo es a los espíritus avaros. Me resigné porque esta vida arrastrada, materializada, estaba forzado a vivirla unos cuantos años. Y al apagar la luz y llenarse de lágrimas mis ojos -que aguardaron a las tinieblas para no escandalizar a la materia que me envolvía-, mi pensamiento quedó muy cerca; dentro de la misma casa, pero, casualmente, fue a parar a Fany y a los dos pececillos rojos que nadaban en la pecera verde."

Miguel Delibes, La sombra del ciprés es alargada.

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