La rutina

A las ocho de la mañana llega Olegario con su carretilla cargada de zapallos italianos. Abre el portón que está al otro lado del camino y se pierde en el descampado neblinoso. Es hermano del hacendado del frente. Analfabeto como casi todos los viejos hacendados. Antes era difícil estudiar. Los viejos patriarcas lo consideraban una pérdida de tiempo, una excusa para la flojera. Olegario debe rondar los 90 años. Noventa años de soltería, de soledad, de reiteración de estaciones como diapositivas, repitiendo las mismas acciones cotidianas los últimos 84 años. Antes se pasaba de la niñez a la adultez. Y el límite estaba en los seis años, cuando se era capaz de sostener un azadón y picar la tierra. Lo veo hacer lo mismo desde que tengo recuerdos, osea, desde hace 40 años. 

No se le ve triste ni particularmente alegre. Camina erguido. Saluda levantando el sombrero.  Es bajo, de metro cincuenta. 

Observar su vida en retrospectiva no parece difícil. Antes de la segunda guerra mundial ya abría ese mismo portón a las 8 de la mañana. Con sol tórrido, nevazón o escarcha agostina.

¿Qué desayuna? Probablemente huevos fritos, un cascarón de tortilla de rescoldo, un brioso café de trigo o un pichón de harina tostada. Es lo que desayunaba la gente campesina desde hace siglos. Desayuna sentado ante el fogón, con un gato somnoliento calentándose en la ceniza, en una ruca negra de troncos mal parados y tablones sin pulir para que las rendijas dejen escapar el humo.

Su camastro debe ser de fierro, con cotí relleno de lana de oveja, sábanas raídas, chalones deshilachados, colchas tejidas por palillos del siglo XIX, habitadas por pulgas ancestrales con título nobiliario por tanta proeza sanguínea, por tanto sueño interrumpido, por tanto combate cuerpo a cuerpo con manos rugosas y torpes. Antes se trabajaba durante años para comprar un camastro de fierro, si es que no se tenía la suerte de heredar uno, cosa difícil en estas tierras olvidadas por dios. Lo otro era dormir sobre paja o sobre un manterío pulguiento en el suelo, como los perros.

Cuando éramos pequeños y papá estaba vivo, Olegario nos solía ayudar en las trillas, cargando sacos, guiando bueyes o cortando zarzamora. Nunca lo vi enojado ni demasiado interesado en el festín burlón de los huasos. Bebía poco, brindaba con parquedad y luego se iba a trabajar a otro lado hasta completar su jornada solar.

Otros viejos lugareños que le driblan a la muerte recuerdan que Olegario era bueno pa' los combos. Achorao el enano, sobretodo en las ramadas dieciocheras. Que embestía hacia arriba, cornete tras cornete, sin dar respiro ni oportunidad al rival, hasta derribarlo. Era todo un espectáculo dicen los viejos hocicones, porque era tan chico y tan choro que no había para qué pagar humoristas.


1 comentario :

  1. Un personaje del dia a dia eternizado por sus letras, tremendo honor! muy bueno relato

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