Encender una hoguera

No soy sólo un muñeco sexual, en teoría también soy un escritor, y de los respetables, aunque sea pajero para escribir, le digo a Lorena mientras nos pasamos el mate. Ella discrepa, es decir, me prefiere como macho involucionado antes que como intelectual inútil. Al otro lado de la ventana el ventarrón tuerce peligrosamente los álamos, le promete un nocaut a los ciruelos más viejos y hace temblar el muelle podrido de los patos. La laguna inventada por la lluvia no sabe hacia dónde arrear sus olas. Acabamos de terminar la lectura de Encender una hoguera, de Jack London. Nos quedamos un rato en silencio asimilando el sabor de ese final. Al lado de ese invierno el nuestro nos parece de maricones. Quien podría quejarse de unos centímetros de nieve o de una granizada que no desnuca a los queltehues, cuando el explorador y su perro resisten 60 grados bajo cero en medio de una ruta olvidada del Yukón. Nos concentramos en una nueva lectura: Informe del interior, de Paul Auster, pero a la segunda hoja me detengo. Hay temas, formas literarias, ciertas cuñas de la nostalgia que me afectan como un zorro ante el patíbulo de los mastines. No puedo continuar y me quedo mirando la ventana. Esta contradictoria humanidad que me aqueja, este sentimentalismo arbitrario. Pensar que sería capaz de ordenar un nuevo Katyn de fascistas pero no podría pisar la hoja seca de un castaño.

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