No se admiten preguntas


Domingo somnoliento. Una agonía indescifrable envuelve el valle, una agonía que parece estar sólo en mi retina, porque las personas pasan como mutantes felices. Caen pétalos, muchos pétalos, como daños colaterales de guerrillas aéreas de chincoles. Escucho a Satie, sorbo un mate amargo y abro Conjeturas sobre la memoria de mi tribu de José Donoso. Lo empezó a escribir días después de concluir Donde van a morir los elefantes. No sabe exactamente lo que va a escribir pero siente la necesidad de volcar su pluma. Intenta explicárselo como un desvarío entre su último libro y la muerte, un último ajuste de cuentas, un escrutinio frente al espejo, un cruce con las desgastadas fotografías de las generaciones precedentes, para justificar su camino, sus tropiezos, el amor y la furia diseminada. ¿Por qué llegó hasta ahí, hasta ese momento, hasta esa edad? ¿Cómo empezó todo? ¿Dónde se produjo esa fisura social entre un destino convencional y su solitario bregar de escritor? "No tuve libertad de elección -dice Donoso- porque un escritor no elige ni su voz, ni su mundo, ni su protesta, ni su modo de manifestarla; lo que fue creciendo desde mis palabras, pronto lo comprobé, estaba asignado desde antes que yo naciera, atándome a cierto dolor de perfil inconfundible..." 

Vuelvo a Satie, a otro mate, a espantar el polvo que sigue cayendo sobre el escritorio, sobre mi cabeza, sobre mis hombros, como paletadas oblicuas de muerte. Miro al espejo sospechosamente, veo mi rostro, mi barba, los estropicios del tiempo en mi expresión. Parezco un monstruo. Me doy miedo. Mi mirada no admite preguntas.

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