Comunismo literario

Carlos Cerda, autor de Morir en Berlín, Una casa vacía y Sombras que caminan, acostumbraba sobreproteger a sus personajes. Les enfatizaba sus cualidades, les perdonaba sus faltas, los auxiliaba en sus tropiezos, como si de verdad los amara, o los comprendiera. No confería privilegios a unos sobre otros ni le gustaba verlos sufrir gratuitamente. Buscaba el cobijo mágico de las palabras para contenerlos, para hacerles justicia a su manera. Un cáncer fulminante lo pasó a buscar muy temprano. Hubiese sido un exitoso abogado en el juicio final.

Nos conocimos en el taller de narradores José Donoso. No alcanzamos a aclararlo, pero estoy seguro que fue él quien eligió mi cuento "La pistola de agua", texto que me abrió la puerta ancha al taller más selecto que ha existido en Chile. Carlos era afectuoso y escuchaba a todos por igual, con una sonrisa genuina, de esas que te acarician el alma.

Desde esos años, o quizá de antes, he caminado con la certeza de que todos somos iguales ante el paredón literario, que la verdadera y única justicia posible se encuentra sólo en la literatura, y que los grandes jueces, fiscales y verdugos son los buenos novelistas, esos pocos que han logrado olfatear la multiplicidad de sentidos de una época, que puede ser la propia o una anterior, y que han escarbado en la complejidad de la condición humana encontrando prodigiosos hallazgos que sólo sirven para matarse de la risa.

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